jueves, 5 de septiembre de 2013

Violetta es el Imperio, hija

Delfina tiene cinco años y está como loca con Violetta. Para los que no tienen hijos en edad de ver, les cuento que Violetta es la protagonista de una novela para niños, jóvenes y adolescentes producida por Disney y Pol-ka.

Violetta tiene dos t, y una vida como la de cualquier otra adolescente argentina: creció en Europa, no fue a la escuela, una institutriz le enseñó todo en su casa, y es cantante. Obviamente su padre es rico. La madre murió o algo así, y ahora vive acá. Tiene una amiga italiana, uno brasilero, otros dos que vienen de Madrid y un mexicano. La vida de Violetta es la integración de un mundo en el que si hay un negro, tiene rastas (y hay solo uno). Todos juntos participan de una escuela de canto, o algo así.

Delfina está como loca con Violetta. Quiere todo el marchandaicin. Yo se lo compro: discos, remera, vincha, gorro, diario íntimo, álbum de figuritas, revista, calcos, entradas para el teatro, todo, pero también le explico.  

Es su primera experiencia frente a un producto que ofrece la tele, y aun no distingue entre la vida real y la ficción. Hace unos días me planteó que si tuviera que salvar a una amiga salvaría a Violetta. Quise explicarle que la vida real no es eso que ve por la tele y le dije: Violetta no es tu amiga, no te conoce y vos no la conocés a ella. Violetta es un personaje, lo que ves es sólo una actuación. Me miró incrédula. Profundicé diciendo que si Violetta tuviera que salvar a alguien no la salvaría a ella, en primera instancia porque no sabe de su existencia. Me dijo que mentía. Intenté encontrar el modo para que comprendiera lo que trataba de decirle, probé que pensara en sus amigas reales, las nombré, puse ejemplos, describí situaciones. Repitió que yo mentía.

Violetta es el Imperio, hija. Es la corpo. No es una persona, es un producto. Genera millones en ganancias, y cuando ya no sea rentable va a desaparecer, y aparecerá otra con otro nombre y será furor, y luego otra y así. Violetta es el Imperio hija, entendelo.

Se le quiebran los labios, ahora le quedan estirados y finos, le pasa siempre antes de llorar con desconsuelo. Y no para.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Con los muebles de los pochoclos no

Finalmente vendí la casa. Podemos decir entonces que el padre de los pochoclos sentiría en su interior que “habría ganado”. O al menos podemos inferir que debería estar contento. Podríamos imaginarlo ahora haciendo un gesto, un movimiento con todo el cuerpo, los antebrazos pegados al tronco, los puños cerrados en alto, con la cabeza mira al sol y se ciega. Ahí está, podemos imaginarlo mientras cae de rodillas en el campo de juego, como en cámara lenta, rebota frágil en el césped, da un grito seco y corto. Podemos, si queremos, verle hasta las gotitas de sudor saltar desde la frente. “Vamos!” podría estar gritando, o un “Tomá, yegua!”. Ahora busca la cámara, le grita sacado al mundo como un Diego Armando en el 94. Hasta se le vuelve de un azul eléctrico la camisa.
 
Eso no pasó,  no. Aunque según sus reglas habría ganado. Ganó. Debería estar feliz. Recuerdan que está jugando a algo, no sabemos bien a qué, pero podemos conjeturar que debería sentir saciada la sed de venganza el día que los pochoclos y yo no viviéramos más en esa casa. ¿Querés que venda la casa? La vendo ¿Querés plata? Acá tenés plata. Enjoy, darlin.
 
Mientras se firma el boleto de compra y de venta, del otro lado del escritorio, cuenta una torta de dólares que nunca puso pero que igual se llevará, y aprovecha el momento para reprocharme –no me mira al decirlo, lo dice al aire, como si hablara con un hombrecito miniatura posado en su hombro- que no le pagara la mitad de los muebles que quedaron en la casa que habitan los pochoclos. Los muebles de los pochoclos!!! Un tele, dos camas, un sillón y una mesa. El resto -los lindos y caros- son de la casa de mi madre muerta.
Rata. Atino a decir. Suena más fuerte que nunca la erre. Suena como bala. Y se ofende otra vez.