Eso no
pasó, no. Aunque según sus reglas habría ganado. Ganó. Debería estar feliz. Recuerdan
que está jugando a algo, no sabemos bien a qué, pero podemos conjeturar que debería sentir
saciada la sed de venganza el día que los pochoclos y yo no viviéramos más en
esa casa. ¿Querés que venda la casa? La vendo ¿Querés plata? Acá tenés plata.
Enjoy, darlin.
Mientras se
firma el boleto de compra y de venta, del otro lado del escritorio, cuenta una
torta de dólares que nunca puso pero que igual se llevará, y aprovecha el
momento para reprocharme –no me mira al decirlo, lo dice al aire, como si hablara con un hombrecito miniatura posado en su hombro- que no le pagara la mitad de los muebles que quedaron en la casa que
habitan los pochoclos. Los muebles de los pochoclos!!! Un tele, dos camas, un
sillón y una mesa. El resto -los lindos y caros- son de la casa de mi madre muerta.
Rata. Atino a decir. Suena más fuerte que nunca la erre.
Suena como bala. Y se ofende otra vez.
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